Juan Pablo II incorporó en las últimas décadas del siglo XX a la solidaridad como categoría fundamental de la moral social. Él introdujo la solidaridad entre la lista de las virtudes cristianas, vinculando a la justicia social y a ambas en la clave de la interdependencia creciente entre personas y pueblos —una clave que apunta en el sentido de la conciencia del mundo como aldea global— y relacionándola con la caridad. Desde este punto de vista, no podemos prescindir de la solidaridad para entender la dignidad humana, ya que, la dignidad de la persona y solidaridad se correlacionan: la persona crece cuando construye solidaridad y decrece cuando la destruye.
La solidaridad es “la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos” (1).
Si la solidaridad no es para nosotros solo un sentimiento superficial por los males de las personas, y tomamos el ejercicio de la solidaridad como válido sólo cuando sus miembros se reconocen unos a otros como personas, resultará totalmente comprensible lo que Juan Pablo II nos escribió:
“Nuestra tarea es hacer de la solidaridad una realidad. Debemos crear un movimiento mundial que entienda la solidaridad como un deber natural de todas y cada uno de las personas, las comunidades y las naciones. La solidaridad debe ser un pilar natural y esencial de todos los grupos políticos, no una posesión privada de la derecha o la izquierda, ni del Norte o el Sur, sino un imperativo ético que busca reinstaurar la vocación a ser una familia global. Dios, en realidad, nos ha dado la tierra para el conjunto de la raza humana, sin exclusiones ni favoritismo” (2).
1. Juan Pablo II. Sollicitudo Rei Socialis, No 38. 1987
2. Juan Pablo II. Centesimus Annus, No 31. 1991